02.07.2009 19:06
“Yo, hincha del Barça”, de Baltasar Porcel
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Així es titula l’article que l’escriptor Baltasar Porcel, mort aquest dimecres als 72 anys, va escriure per a la revista ‘Barça’ l’any 1974. En aquest text, l’articulista mallorquí explica d’on neix la seva passió barcelonista.
En el número extraordinari de Nadal de la revista ‘Barça’ de l’any 1974
(coincidint amb el 75è aniversari del club), Baltasar Porcel hi va escriure un article. El
novel•lista, assagista i articulista nascut a Andratx (Mallorca), ens va deixar aquest
dimecres a causa d’un càncer que patia des de feia tres anys. Sota el nom “Yo, hincha
del Barça”, Baltasar Porcel repassa tots els seus sentiments blaugranes.
A continuació us reproduïm l’article “Yo, hincha del Barça” (escrit en
castellà).
“Resulta, pues, que sí, que yo, con fama –y probablemente bien ganada, de
indiferente hacia toda efervescencia deportiva, fui durante años un pugnaz entusiasta del
Barcelona. Claro está que el asunto ocurría hará cosa de un cuarto de siglo, y en un lejano rincón
insular. Pero lo cortés no quita lo valiente: una de mis ilusiones de adolescente fueron los
colores azulgrana, y todavía, en viejos libros de texto de gastadas cubiertas, campea como una
caprichosa estrella el pequeño escudo del club…” Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
–campos de soledad, mustio collado…”
El pueblo se extiende al Oeste mallorquín, un valle largo, de almendral, con montañas de
pinos y, a lo lejos, la cerrada bahía azul. ¿Cómo, por las polvorientas calles, en los tronados
pupitres escolares, decidí ser – o un indescifrable influjo me lo incubó- partidario del
Barcelona? Jo sóc del Barcelona, decía a mis amigos, henchido de fe. Seguramente nunca sabré las
causas, a no ser que sería mi vida futura, ciudadano de Barcelona y escritor catalán, de los países
catalanes, estuviera ya aflorado en mí, en ‘la base’ que diría un marxista.
Recuerdo perfectamente, aún, retahílas de alineaciones dichas sin recuperar el aliento:
Ramallets, Calvet, Corró, Curta… Gonzalvo II, Gonzalvo III… Basora, Vila, César…
Velasco… Moreno, Manchón… El color azul, el color rojo, me producían una cálida
sensación, de algo muy cercano, que me arropara. Trasegaba cromos en los bolsillos y con un amigo,
que era del Atlético de Bilbao, pedimos dos anillos de plata, por correspondencia, que habíamos
visto en un anuncio: por diez pesetas los enviaban con el escudo del club grabado. Todavía conservo
el mío, en el rechinante cajón de una olvidada mesa, junto con cartas del primer e
irremediablemente perdido amor, junto con lápices de colores, una pipa requemada y un carnet de
congregante mariano. Mi amigo, en cambio, perdió el suyo pronto: encaramados en una morera, donde
aprovisionábamos hoja para los gusanos de seda, se le cayó en un zarzal. Se ve que había dado las
medidas mal y le venía ancho.
Los campeonatos de Río de Janeiro –¿1950? – lo fueron, para mi cuadrilla
futbolera, de tardes pegados a la radio, vociferando al compás de los alaridos del locutor
–creo que era un señor llamado Prats o algo así–, o de bostezos disimulados: era
imposible bajo la presión de la moral imperante alrededor de la mesa camilla desde la cual
retransmitía la radio, afrontar abiertamente los ratos de somnífera pesadez… Tenía, claro,
que ganar España. Pero, todavía más, tenían que ser los artífices del triunfo los del equipo de
cada cual.
En estas etapas iniciales de la vida, lo que se necesitan son respuestas a las preguntas
–a los vacíos…- que nos cercan ¿Cuál fue la respuesta del Barcelona, para mí? Continúo
ignorándolo. Quizás ambiental… Pero, sea como fuere, hubo una elección de un club, hubo un
depositario de ilusiones: sabía que no todo era soledad, que un inasible grupo de gente me
acompañaba, me apasionaba, me alentaba. El Barcelona era como la tropa de guerreros, invisibles y
feroces, que comandaba yo, en brioso y callado corcel, corriendo en las tardes veraniegas, solo,
bordeando el fresco cañaveral del torrente… Una especie de modesta introducción en el
dilatado mundo de la magia.
Una encendida euforia mental, en suma, ya que lo de jugar al fútbol, era otro asunto…
Fui como un vago defensa de un club que llamábamos el ‘Montañés’. Su rival era el
‘Orotava’. Puede que alguien sepa a qué correspondía esta nomenclatura. Yo, no. Entre
nubes de polvo, gritos y patadas, empujones y una vertiginosa sensación de rabia, impotencia y
desorientación, anduve diversas veces “jugant el partit”. Empezábamos en una calle, y
con el fragor del embrollo, derivábamos hacia otra, entre la fenomenal bronca del vecindario. Los
porteros acarreaban las piedras que marcaban las porterías, las trasladaban siguiendo el confuso
itinerario del juego. Y cuando la pelota iba a parar a un tejado y era irrecuperable, rápidamente
fabricábamos otra, de trapo…
Después, como presidente de la Congregación Mariana y de san Luis Gonzaga, tuve bajo mi
jurisdicción un equipo que llegó a formar en Tercera Regional. No tenía una idea precisa de cómo
andaba, negocio que dejé en manos del vocal de deportes. Algún domingo me acercaba al campo, me
tomaba una gaseosa fresca y, prestando una distraída atención a las maniobras balompédicas, oteaba
las chicas regordetas que gorjeaban en los graderíos… Pero un día tuve que ir a otro pueblo,
como delegado del once. Mientras duró el juego, paseé con el reverendo vicario local por un campo
de olivos, charlando sobre congregaciones y virtudes cristianas. En el terreno de juego vecino se
oía un descomunal escándalo. Al acabar el encuentro, me encontré entre mis jugadores, vociferantes,
notablemente apalizados, que me exigían que no firmara y no denunciara… No sé si fueron los
míos o el enemigo que me dieron el primer empujón y me arrearon la primera torta: salí del pueblo
en medio de la pareja de la Guardia Civil, acompañado por insultos y pedradas. Y convoqué de
inmediato la junta directiva congregacional: hice votar, por procedimientos nada democráticos, y
absolutamente efectivos, la disolución del equipo.
En rigor, sólo he practicado dos deportes: el ciclismo y el trapecio. En bicicleta he ido dos
años y años, y hasta gané alguna insignificante y eufórica carrera local, recibiendo como premio
un, atemorizado conejo blanco. Sin embargo, tuve que dejar la posible profesionalidad: no me
entrenaba, y además, cuesta arriba me resultaba enormemente difícil ascender a golpe de pedal. Era
cuesta abajo, cuando, con pericia y sin el menor miedo, conseguía relativos éxitos. El ciclismo,
habilidad aparte, es un problema de fortaleza o de temeridad: yo poseía básicamente la segunda. Que
fue la que me sirvió durante mi breve entrenamiento para atleta circense, bajo los locos auspicios
del novelista Llorenç Villalonga y de un campeón de grecorromana llamado Abel. Según Villalonga,
iba camino de emular a Pinito de Oro. Pero una sorda sensatez me impulsaba a resistirme y, después
de una serie de evoluciones más o menos arriesgadas, abandoné los trastos alegando hipócritamente
apremiantes quehaceres. Pero en mi fuera interno sabía que nunca volvería a la maldita barra
floja…
Ser partidario del Barcelona era muchísimo más cómodo, emocionante y prestigioso. Incluso, en
un momento dado conocí a un señor sonriente, gordo y anciano, barcelonés, que me aseguró ser socio
del Barcelona y haber ido como delegado de alguna filial infantil del club. Enrojecí de
satisfacción. Sin embargo, años después he pensado que a lo mejor no era cierto: que el individuo
se encontraba solo y viejo, en tierra extraña, y que para tener compañía urdió esa mentira, como
hubiera podido embarcarse con cualquier otra.
Pero me es indiferente: yo conocí, durante unas semanas, a un auténtico socio del Barcelona.
Nadie más, en el pueblo, había tenido privilegio semejante. Fui feliz.”